Es viernes y la estación de ferrocarril de la Universidad Autónoma de Barcelona recoge a los estudiantes que acaban las clases a las doce del mediodía y esperan ansiosos el tren para volver a casa. Conforme avanza el tiempo son más los alumnos que llenan la estación esperando al ferrocarril y cada uno adopta su sitio habitual, ya sea con sus amigos o solos.
En la entrada de la estación, junto a las máquinas donde cada pasajero valida su billete, una chica habla por teléfono y ríe mientras lucha por abrir su bolso con una sola mano para poder guardar en él su tarjeta, y no es la única que tiene el teléfono móvil en la mano. A lo largo y ancho de la estación los jóvenes que no se ven acompañados por nadie sacan sus móviles, iPhone, BlackBerry, y llaman por teléfono, chatean, se conectan a internet... Cualquier cosa que pueda hacer de su espera un momento menos pesado.
Los bancos se ven ocupados por parejas, compañeros, amigos, que comentan sobretodo las ganas de que sea viernes. Dos chicas en un banco planean su fin de semana.
Justo en el banco de enfrente un grupo de cuatro chicos observa la pantalla del ordenador portátil que uno de ellos sostiene sobre sus piernas.
Conforme el tiempo avanza la gente se dirige hacia el andén a la espera del tren. Los jóvenes siguen conversando: el fin de semana, la proximidad de las vacaciones, la Navidad, la familia... Muchos de ellos llevan consigo una maleta en la que empaquetan la ropa necesaria para pasar el fin de semana fuera.
Cuando el tren llega la gente que baja se apresura a salir de la estación, que queda vacía una vez los pasajeros suben al ferrocarril.
Una vez dentro, los más afortunados toman asiento y el resto queda de pie, sujeto a la barra para no perder el equilibrio.
Cuando el tren sólo ha recorrido una parada desde “Universitat Autònoma”, en “Bellaterra” entra un anciano acompañado por un hombre y una mujer de mediana edad. El anciano se dispone a sentarse y al arrancar el ferrocarril pierde el equilibrio. Está a punto de caer desplomado cuando dos jóvenes logran sujetarle.
- ¡Ay, no, no, no! -grita la mujer.
- Perdone -se disculpa el hombre a uno de los jóvenes. Toma asiento y la mujer se dirige al otro hombre.
- Deberíamos llamar a la ambulancia.
Desde su asiento, el anciano dice:
- Mayte, siéntate aquí, y que Jaime se siente allí. -Mayte obedece. Las dos jóvenes que permanecen sentadas a su lado se miran, desconcertadas. Jaime ofrece un sobre de azúcar al anciano, que se lo toma mientras Mayte llama por teléfono.
- Con Santiago, por favor. Soy Mayte Ramos, en unos veinte minutos estoy allí, tal como quedamos. -Tras la breve conversación, cuelga.
- ¿Con quién hablabas?
- Con el abogado -responde.- Ahora ten cuidado con las escaleras, ¿eh? A ver si te vas a matar... ¿Qué has tenido? ¿Una bajada de azúcar?
- Puede ser.
- Pero, ¿ya te encuentras mejor?
- Sí, sí.
Mayte se acerca al anciano y susurra algo cerca de su oído. Cuando vuelven a situarse derechos en sus asientos, él dice:
- Muy bien, pero a mí me da mucho miedo todo ésto.
- A mí también -interviene ella-; Jaime, con toda la razón, dice que esto es la guerra.
Todos los pasajeros siguen con sus asuntos y se mantienen ajenos a la conversación. Todos excepto las dos jóvenes que siguen sentadas al lado de Mayte y el anciano, y ambas se comunican mediante la mirada hasta que los protagonistas del viaje abandonan el ferrocarril.
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